Vamos a empezar por el principio. He titulado esta NL de febrero “cast away” que significa “náufrago”. Me he acordado de Tom Hanks y su Wilson, la verdad. Pero no lo he escrito por él, sino por la sensación de náufrago que tengo últimamente cuando te escribo cada día 10 de mes. Todos hemos naufragado alguna vez. La vida está llena de ilusiones y desilusiones. Y no hablo de caer al mar. Se trata de sueños, momentos, enfermedades, desamores que, por una u otra razón, no salen como nos gustaría. Luchamos por invertir las situaciones y llegar primero a la orilla. Y después esperar un rescate. Un rescate que, sin duda, depende de nosotros. Saldrá mejor o peor, o quizá no llegue. Pero jamás debemos dejar de intentar volver algún día a casa. Nunca sé cuándo va a ser la última publicación. Mientras tanto, vamos a navegar por este NL, habrá altos y bajos, tragaremos agua, llegaremos a la arena. Y nos rescatarán en muchos momentos. Ojalá lo disfrutes como yo. Recuerda que siempre hay una isla más cerca de lo que pensamos.
En medio de enero me llegó esta reflexión:
¿Por qué cuidar aquello en lo que nadie va a fijarse? Dios lo ve. Con la edad uno pule su relación con lo inútil. No sólo entiende su importancia, sino su papel redentor. Ante el horroroso afán de lo rentable elijo caminar del brazo con lo que no tiene valor. Ese rato mirando por la ventana, ordenando los discos, limpiando con cariño la bicicleta o haciendo el muerto en el mar; ese rato que no se puede pesar ni medir favorece un estado mental en el que el mundo simplemente nos acepta siendo, sin tener que demostrar nada. Es útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores.
(“Agua y jabón. Apuntes sobre la elegancia involuntaria”)
Hoy estaría haciendo el muerto en el mar, en vez de escribirte por aquí. Pero estoy aquí escribiendo, sin saber muy bien si es ya una obsesión o una de mis lealtades sostenidas en el tiempo.
Este mes gran parte de mi trabajo ha sido reflexionar sobre algunos temas de los que he necesitado inyectarme y hacer detox a partes iguales. Por ejemplo, sobre el servicio. Desinteresado. A mí me gustaría vivir así, pero no es sencillo. Me ha inspirado hace poco este texto:
Fuera dirán que doblegarse es síntoma de debilidad, de decadencia. Yo diré, repetiré, rezaré, que doblarse es lo contrario de partirse. ¿Acaso nadie se ha sentado a curaros las heridas, a deciros que os quiere, que os odia, que os abandona? Nada de esto estuvo por debajo de vosotros. ¿Acaso no os habéis agachado en algún momento a ver el mundo desde abajo, por la rendija de la puerta, a escondidas? ¿Acaso no lo habéis deseado? Vivir de pie, que tontería. Morir de pie, qué insensatez. Yo quiero vivir de rodillas como viven los amantes, como esperan el momento los animales, como quieren los niños.
De rodillas, la perspectiva se ablanda; lo rígido se quiebra. Lo que estaba dispuesto a dominar queda expuesto como un engaño. No hay acto más sincero que el de una rodilla contra el suelo. No hay nada más certero que lo que está por encima de nosotros. Vistos desde abajo, parecemos todos inocentes.
Este es el “core” de cualquier persona, pero la vida se encarga de desdibujarlo. Incluso ridiculizarlo. Pero ya sabes… “bienaventurados”.
Y sigo pensando que, con perspectiva, la vida tiene mejores vistas. Últimamente me he explicado así para que quienes aún no han cumplido los 40 lo entiendan.
Ya te he contado mil veces que yo vivía en Canarias. Desde mi casa se veía el mar. Muy justito, pero se veía. No era primera línea de playa, quizá era nonagésima línea de playa, pero oye, desde Madrid no hay ni medio atisbo de esa playa, así que una no se podía quejar. Era un primer piso, con una terraza enorme que daba la vuelta a toda la casa. Yo he sido demasiado feliz en esa terraza. A veces, con un poquito de imaginación, hasta me creía que estaba en la proa del Titanic y me decía a mi yo interior: “Tronca, eres la reina del mundo”. Sin serlo, ya sabes. Es un decir.
Pero un buen día (no tan bueno en realidad) subí a darle el pésame a la vecina del segundo. Su hijo, piloto de avión, acababa de fallecer en Rusia en un accidente después de sobrevolar durante dos horas, a causa del temporal, el aeropuerto en el que intentaba aterrizar. Quizá tú no lo recuerdes, pero era el 19 de marzo de 2016. Qué pequeño es el mundo a veces.
Total, que al subir para darle el pésame, me invitó a pasar a su terraza, mucho más pequeña, pero sus vistas eran claramente mejores que las mías. Sólo por 2-3 metros de diferencia. Claro, a tres metros sobre el suelo, las vistas son mejores. Resulta que mi vecina, aun teniendo menos metros de terraza, tenía el mar muuucho más a la vista que yo. Parece obvio, y aunque me impactó ese día, no ha sido hasta que he cumplido 40, cuando he conseguido poner palabras con esta imagen a lo que compruebo con mi vida. La experiencia de los años, ese “que nos quiten lo bailao”, aunque pese a veces y quite lo ostentoso de la vida, te hace tener unas vistas increíbles. Subir de piso es tener más perspectiva y más horizonte.
Y también ha sido en enero y con estos pensamientos en mi cabeza, cuando me llegó por casualidad este podcast en el que dos amigos de mi infancia y adolescencia (también con 40 ya cumplidos) se han unido para hablar con perspectiva sobre cómo una experiencia en el extranjero puede cambiarte la vida y las aptitudes que piensan que serán esenciales en el mundo profesional del mañana. Te lo comparto sabiendo que seguramente me hace más ilusión a mí verles y escucharles conociendo cómo eran antes. Un saludo a estos dos.
Voy a terminar ya, por todas esas veces que me dices que me alargo demasiado (buena excusa para mí cuando quiero irme a dormir). Puede que ayer, hoy o mañana hayan sido o vayan a ser los peores días de tu vida, pero no pasa nada. Y no pasa nada porque estamos vivos. Así de simple, así de sencillo. Todo el resto de las cosas son totalmente pasajeras y, probablemente, la mayoría innecesarias. Por mucho que a veces nuestro mundo se nos caiga encima, que parezca que no hay alternativa, que vas a claudicar en esta batalla. He perdido muchas veces y todavía no soy consciente de todas las que me faltan. He decepcionado a personas por las que sería capaz de andar en el agua. He sentido heridas que creía cicatrizadas.
Pero aquí estoy, caminando por el tablón de madera de este barco pirata. Y miro para atrás pensando en todo lo que creí que nunca superaría, todo lo que pensé que me arrastraría, y se me dibuja una sonrisa en la cara de esas que nos salen cuando nuestro equipo mete un gol en el minuto noventa. Una sonrisa cargada de ironía, pero llena de la esperanza de quien sabe que tiene una nueva oportunidad para volver a intentarlo, para volver a luchar contra los defectos que Dios le ha dado y que ha aprendido a verlos aparecer ya a kilómetros. Porque no hay mejor sensación que la de conocerse y reconocerse en las hechuras del alma. Cuando uno toma las riendas en las horas más intempestivas de una batalla, asume que todo pasa, que ningún dolor es para siempre porque de tanto convivir con él empieza a cogerle cariño para buscar el lado por el que menos rasca y que tan solo tiene que buscar cobijo en aquellos que le quieren hasta que la lluvia se va y el sol vuelve a salir como cada mañana.
La verdad es que la primera vez que me miro al espejo por la mañana no es mi mejor cara ni de lejos, pero quizá sí la más tierna. Y a veces pienso que no necesito filtros que la mejoren. Solamente silencio. Silencio y muchas ganas de aprender a querer lo que estoy viendo porque es con la única persona con la que voy a tener que convivir hasta que me vaya. Y no voy a decidir irme porque sé que merece la pena estar aquí. Aunque parezca a veces que todo está a oscuras. Grábate tú también a fuego en tu cabeza la frase de que todo pasa (tutto passa), porque nunca entre tantas pocas letras pudo vivir la esperanza.
Sirva este último párrafo para agradecer a quienes confiaron en mí cuando ni si quiera una lo hacía, a quienes se quedaron cuando lo fácil era salir corriendo en dirección contraria y a quienes cada día me dan un motivo para seguir navegando un barco que se pasa la mitad del año a la deriva tratando de encontrar un rumbo, una playa. Nadie necesita saber sus nombres, los reconocerán por su mirada. Compartimos las mismas cicatrices que la vida nos hizo en el alma. Ya he superado la cuarentena. Mi lealtad sigue intacta*.
(*) A veces con las cosas que leo, escucho o converso, me apropio palabras, expresiones, imágenes, que antes han sido de otros. Me inspiraron, pero ya no sé decir de quién es cada cosa, porque, como la IA, acabo por crear mis propias conclusiones. A todos esos héroes anónimos, un saludo.