All starts near the end.
Lo mejor está por llegar, aunque te parezca que ya has vivido lo mejor.
Esta noche te aviso que vengo con un síndrome post vacacional heavy. Supongo que tú estarás igual. Mi agosto ha sido tan brutal que el día 28 al coger el avión de vuelta a casa volví a tener ese sentimiento de haber tenido todas las vacaciones para hacer los deberes de verano y no haber hecho nada de nada. Y al día siguiente empieza el cole.
Recuerdo un verano en concreto, quizá de mi famoso 1º ESO, que tenía un cuadernillo de problemas de matemáticas. Un cuadernillo de 2 cm de grosor (o sea que de “-illo” no tenía nada). Yo lo miraba de reojo en la estantería cada día que pasaba, sin abrir, pensando: “todavía hay tiempo, me pongo del tirón después de mi cumpleaños y lo acabo, no debe ser para tanto”. Esto me ha pasado más veces en mi vida con otras cosas. Qué agobio, por favor. Y mira que yo no soy de agobiarme. Tenía dos opciones: entregarlo en blanco y asumir mi derrota (cuadernillo de matemáticas 1 - Pilu 0) o hacer las 5 primeras páginas (que eran horas de trabajo porque mi cerebro estaba totalmente reseteado) y hacer como si el resto de páginas no existieran (profesora de Matemáticas flipando en colores - Pilu pensando que total, ese cuadernillo era sólo para entrenar, yo no había suspendido nada: pues entrenaba 5 páginas… y listo).
Esto me recuerda también otra anécdota con la que me coroné en 1º de bachillerato cuando estudiaba en USA. Ese año hice más deporte que en toda la historia de mis años de colegio en España juntos. Las asignaturas no eran nada difíciles (excepto porque tenía que saber inglés) y mi hermana Ana me había recomendado que ese curso me dedicara a hacer cualquier deporte para conocer gente. Y yo le hice caso. Le hice caso sabiendo que en realidad yo siempre que podía me dejaba en casa la ropa de deporte el día que tenía Educación Física, precisamente para no tener que hacer gimnasia ni nada parecido.
Llegué a USA a finales de agosto y unos días antes de empezar el High School me apunté a Cross Country (o XCountry): básicamente era running en el campo. Con lo que el campo tiene de dificultad porque no está asfaltado ni nivelado, y da igual el tiempo que haga. Recuerdo que me apunté sin tener ni idea de que se entrenaba todos los días antes de clase. Las clases empezaban a las 8:30 am. Había que estar allí a las 7:30 am, con lo que significa salir de tu casa en EE.UU. con venga de neighborhoods que atravesar hasta llegar a la pista de atletismo donde se entrenaba para luego ir a correr al campo en el fin de semana con un grupo de real american teenagers que solo comían baby carrots 🥕🥕🥕 con salsas. Con este panorama podrás entender que yo sólo fuera a los 3 primeros entrenamientos… y ya. Heroico y suficiente. Pero sabían que yo había estado en el equipo de Cross Country, oye.
Entonces, llegó un día en clase de Educación Física, allí en USA, que tocaba ir a la pista de atletismo y correr una milla. Una milla, por si no lo sabes, son 4 vueltas completas a la pista de atletismo. 4 vueltas. Completas. Sin parar. Y ver cuál era la mejor marca: chicas y chicos a la vez, aunque ya se sabía que los chicos en general tardaban menos. Y yo me puse a correr como todos los de mi clase del High School. Todos empezamos a la vez, pero cada uno a su ritmo. El coach iba mirando el cronómetro para ver quién hacía la primera marca. Cada uno iba contabilizando las vueltas que daba, responsablemente. Menos yo. Yo me puse a correr, sabiendo que una milla eran 4 vueltas a la pista, pero no que yo tuviera que hacer las 4 vueltas, sino las que pudiera. Creo que hice casi 2, casi… porque pasé al lado del coach y le dije: “I´m done”. Y frené en seco, saliendo de la pista. Con él estaban 2-3 alumnos que, como yo en Madrid, no habían traído ropa de deporte. Con la diferencia de que tendrían alguna lesión o algo que les impedía correr ese día.
De pronto noté sus caras de asombro y pensé para mis adentros que no debía ser tan común darse de baja cuando una ya no puede más. Pero antes de poder explicar nada, el entrenador empezó a gritar algo así como “woooow, la chica española acaba de hacer la mejor marca”, incluso antes de que terminara ningún chico. Y los que seguían corriendo empezaron a aplaudirme mientras corrían, y los que ya empezaban a terminar sus 4 vueltas completas, se acercaban para darme la enhorabuena personalmente con abrazos. Fui la chica más popular de la pista de atletismo durante al menos el resto de la clase de ese día y dejé el pabellón bien alto durante el curso en cuanto a atletismo femenino español se refiere. Nadie dudó de aquello en USA: “in God they trust”.
En mi defensa diré que yo aun no conocía en profundidad el idioma como para deshacer aquel malentendido, ni mi intención fue la de marcarme ese tanto. Yo sólo quería dejar de correr, y punto. Esa es de las pocas veces que gané al sistema haciendo menos de lo que debía (Spain 1 - USA 0).
Menudo comienzo de NL para decirte que en septiembre estoy llegando hasta donde puedo. No más. Y no son los 40, qué va. Sólo que, como Nando Parrado, el día que llegó de los Andes decía “vengo de un avión que cayó en las montañas” (¿te acuerdas de mi pedal con La sociedad de la nieve?), yo ahora te digo: “vengo de una isla que me atrapó con su mar”. Con su mar y más cosas, pero digo lo del mar porque aunque Madrid no tiene, yo he venido con una determinada determinación de vivir en una ciudad donde pueda seguir nadando. Y ya he empezado, deséame suerte.
Ya te lo he dicho alguna vez, pero el mar cura. Cuando uno está frente al mar, amplía la nostalgia de sí mismo. El mar es un morse, tiene un código, un idioma, una sintaxis. Cada ola es un recado que me trae el mar. Ninguna es igual. La orilla es la zona domesticada del mar. El mar no te quiere dentro, si lo piensas, nadie se instala a vivir en el mar. El mar me resitúa, me vacía la cabeza, me invita a redibujar mi infancia. Al mar hay que prestarle un poco de tiempo. Me gusta aprovecharlo hasta la extenuación, ya casi de una forma grosera. Es el templo natural donde más contemplo. Es de mi propiedad.
Ya me gustaría que estas ideas fuesen mías, porque las suscribo al mil por mil, pero mejor aún, las he descubierto en uno de los episodios del podcast de Vanity Fair “Decir las cosas”.
También hice vivac en el Teide viendo las estrellas. Eso supuso atardecer, anochecer y amanecer en el Teide. Yo siempre pienso que soy más de atardeceres, cuando lo que pasa es que soy una vaga que odia madrugar. Allí arriba me dio por pensar que ¿cómo va a ser mejor algo que esa luz recién estrenada? Y toda esa promesa por delante y el mar, que te crees que siempre es el mismo y cada día amanece como le da la gana. Que te cambia el color, el movimiento, el olor, la temperatura. Y estás tú ahí, con 40 años, descubriendo que, sí, que el amanecer te gusta aún más. A pesar del madrugón.
Dormir al ras es algo que pensé que jamás haría… como lo de apuntarme a nadar en Madrid. Nunca digas nunca. Diría más bien que me he dejado llevar, que me he dejado aconsejar porque previamente he comprobado o he intuido que era capaz. Pero este cambio de mentalidad siempre es porque alguien insiste conmigo y no gana nada con ello, o simplemente alguien me hace intuir que lo mejor está por llegar, si me fío. No sé, pero siempre es alguien.
Y ahí es cuando tengo el pensamiento de “¿por qué no habré conocido antes a esta persona?” Y me digo que las series no serían tan buenas si los personajes de todas las temporadas estuvieran desde el inicio. Las tramas de la vida tienen sus tiempos y sus protagonistas en cada temporada. Pues bienvenidas sean esas personas a mi vida.
Hay dos cosas que me ayudan bastante a fiarme e intuir mi capacidad:
Querer es escuchar, no plantar un muro de sospechas.
La falta de tiempo es falta de prioridad.
Supongo que voy aprendiendo con los años que si quieres entretenimiento, elige fácil. Si quieres crecer, elige difícil. Es más fácil ver un video que leer. Leer supone más trabajo. Ese trabajo extra es lo que se llama "dificultad deseable": un esfuerzo extra a corto plazo (ineficiencia) que genera un mayor impacto a largo plazo (eficacia).
Dice el autor David Perell que "si quieres llegar a mucha gente, haz videos. Si quieres llegar a gente inteligente, escribe." No sé si será verdad o no. Pero pienso en esta frase todos los meses. Y no es por nada, pero te acabo de echar un piropo a ti que me lees.
Este agosto también he hecho las cosas con más calma. A veces tenemos interiorizado un ritmo alterado, como al 1’5, que, aunque no quiera, dirige mis decisiones. Respondo rápido, pienso rápido… me ducho rápido (ejem). Como si estuviera trabajando en la cocina de The Bear, “cada segundo cuenta” y me reto a tardar un poco menos en cada cosa que emprendo. 9 minutos de ducha en vez de 12, 5 minutos en el baño en vez de 15 y así hasta el infinito. ¿Suena agotador? Es agotador. Tengo la necesidad imperiosa de empezar mis días de otra forma, la felicidad de cambiar la inercia vital de esa rueda de hámster en la que a veces me veo. En Canarias he tratado de perfeccionar el arte de vivir lento. Desde lo más sublime a lo más prosaico (paseos sin prisa, planes sin nada después, mirar sin más), me esfuerzo en recordarle a mi cerebro que no hay por qué correr, que si nos organizamos las cosas salen sin más. Sin que todo suponga un esfuerzo. Un reset del bueno: un hábito por vez y dividido en pequeños pasos. Es un proceso.
Me he reencontrado con muchos amigos, algunos hace 4 años que no los veía, otras personas ya te digo que acabo de conocerlas. En agosto siempre surgen buenas conversaciones, supongo que también porque escucho más lento y eso refuerza los vínculos. Creo que a veces nos escuchamos o nos leemos con likes, como si leyese las actualizaciones de estados de Whatsapp o Instagram de mis amigos. A veces nos rodeamos (o somos) personas que emiten pero no reciben. Quizá el narcisismo es una corrupción de la atención, es el punto en que la atención se dirige solo hacia uno mismo y su propio ego. ¿Y si al final de todo, en vez de consultar en mis redes contenidos, noticias, novedades, acabo consultado sólo mis estadísticas? Qué cutre, chaval.
Leí en El País un texto en el que me reflejo bastante. Lo firma Marta Peirano y se titula “Nosotros los introvertidos”, te destaco los highlights:
“Nadie que me acabe de conocer sabe que soy introvertida, porque no soy tímida. Me encanta conocer gente nueva, me da una gran curiosidad”.
“La diferencia clásica entre un introvertido y un extrovertido es que, si envías a un introvertido a una recepción o evento con otras cien personas, saldrá con menos energía de la que tenía al entrar; mientras que un extrovertido saldrá energizado, con más energía de la que tenía al entrar”. Los neurólogos dicen que los introvertidos hacemos una gestión diferente de la dopamina. Que tenemos un nivel basal más alto de excitación cortical y nos sobreestimulamos fácilmente; mientras que los extrovertidos lo tienen más bajo, y por eso requieren más estimulación externa. También dicen que gastamos más energía durante las interacciones sociales porque procesamos la información de manera más profunda y minuciosa. Que prestamos demasiada atención. Por eso preferimos las conversaciones cara a cara a las pandillas y las cenas a las fiestas. Hablar con más de una persona al mismo tiempo desborda nuestra capacidad.
La gente me gusta y me agota. El agotamiento es exponencial. Pero me gustan las multitudes, cuando están hechas de extraños.
Me gusta estar acompañada en mi alegre soledad. Yo creo que leer, ver películas y escuchar música es conversar con otros pero sin llamar su atención. Me gusta estar rodeada de personas que no me miran y disfrutar de su compañía sin que me pongan los ojos encima.
Tenemos una relación patológica con la atención de los demás. Unos la necesitan para saber que existen; otros tratamos de esquivarla para vivir en paz. Todo tiene un precio. Preferimos escribir libros, columnas o críticas de cine. Hacer películas, canciones, cocinar, pintar. Estudiar minerales y convivir con perros, gatos, niños o mapaches. Estar en el mundo sin el agotador ejercicio de figurar en él. Pero a veces coincidimos más de cinco introvertidos en una cena y nos volvemos de pronto extrovertidos. Entonces somos esa extraña quimera: un introvertido social.
Pero bueno, a mí me gusta mi “pack”, como soy, con lo bueno y con lo mejorable. No es porque no tenga abuela, que ya sabes que la tengo. Es porque yo siempre he estado ahí para mí. Pienso que solamente las personas que son suficientemente buenos amigos de sí mismos pueden ofrecerse como buenos amigos para alguien más. Tal vez el mejor regalo que puedes darle a la gente que quieres y tienes a tu alrededor, es afianzar y construir tu relación contigo mismo.
En fin, que estamos en septiembre, el mes en el que realmente todo empieza. Enero siempre me ha parecido un inicio un poco forzado, pero septiembre es un comienzo natural. El mundo vuelve a ponerse en marcha, como si en agosto pudiéramos desenchufarlo. En verano ponemos lecturas al día, nos damos permiso para descansar y bajamos revoluciones. Cogemos aviones y barcos. Relativizamos. Fantaseamos con qué pasaría si no volviéramos, si cambiásemos radicalmente de vida. Pero siempre acabamos volviendo. Es el gran engaño del aburrimiento. El cerebro nos dice que si nos sentamos a mirar una pared no estamos siendo productivos, pero lo que pasa en realidad es que no estamos entretenidos. Como en todo lo que hacemos, es cuestión de perspectiva. La perspectiva de las cosas es la que define la calidad de nuestros pensamientos, que son los que acaban decidiendo la calidad de nuestra vida. Hay algo que a mí me ayuda mucho a verlo, y es cuando en lugares (o situaciones) en los que he tenido una mala experiencia, o por los que simplemente he paseado en un mal momento, se quedan manchados de esa energía y cada vez que paso por allí me recuerdan esa época. Pero, si cuando estoy bien vuelvo a pasar por esos lugares (situaciones), siempre los miro y pienso: ¿quién me iba a decir que en unos meses estaría aquí y sería tan feliz? No sé, quizá es una tontería, pero a mi me funciona para poner perspectiva a las cosas. Nada dura para siempre. Ni lo bueno, ni lo malo. Todo son, simplemente, etapas o temporadas de la serie vital que estás protagonizando. Y creo que aceptar eso aporta mucha paz mental. Todo son etapas y está bien aceptarlas tal como vienen. Recuerda que lo mejor está por llegar.
Aún así, es lícito pensar que “en verano todo es mejor”. Simple y claro. Aquí va esta oda al verano, que he leído recientemente. Una pequeña declaración de amor a las altas temperaturas y a los días eternos en que todo ha sido posible.
“En verano todos estamos más guapos. Piel morena, gafas de sol, pelo alborotado. Ropa ligera, camisetas oversize. Todo es más liviano, nada importa y la vida fluye suave. Rebajamos la tensión, los enfados y las preocupaciones. Te levantas sin despertador (ejem), tienes la marca de las sábanas en la cara, ducha fría y protector solar. Desayuno tardío, cerezas, sandía, melón. Comida con amigos, gazpacho, tortilla, croquetas y un Calippo de postre. La “siestecita” de dos horas que te lleva a otro planeta y el café con hielo para despejarte. El baño en la playa, la piscina o el río. La cerveza de después y ese gin tonic. “¿Saco unas pipas?”. Ducha rápida, olor a limpio, capita de aftersun. Repeat. “¿Te apetece una horchata?” El paseo marítimo, el “tiruriru, tiruriru” de la feria, los fuegos artificiales. Cenar al aire libre, charlar bajo las estrellas, lucecitas en la terraza. Las fiestas de pueblo, la verbena, aquel concierto. Las señoras bailando “tachín, tachín” con sus nietos, niños trasnochando y la Orquesta con sus versiones de los temazos del verano. Más pelis, novelas cortas y canciones pegadizas.
Las ganas de todo, la vida estallando, la felicidad”.
Este mes los bonus tracks están entre estas líneas, búscalos, que merecen la pena.